La
poesía siempre es anticipación, en forma de duda, de repulsa o de negación. H. M. Ensenzberger.
Augurio, memoria, reclamo, advertencia, evasión… El paisaje
de la literatura guatemalteca contemporánea –dejando fuera quizás a la novela
de largo aliento– es a la vez exterior e interior, público y privado, obsoleto
y renovador. Unas veces se funda en la intimidad y el secreto, como hechizo
ritual contra la propia indiferencia. Otras en voz alta, a mitad de una plaza
suburbana amenazada por la incertidumbre.
En efecto, a finales de los 80, cuando se agota en definitiva
la noción de vanguardia que acompañó en lo social al flujo revolucionario, y en
lo artístico a diversas rupturas sucesivas –muchas de ellas inconclusas,
carentes de interrogantes, aisladas de la vida–, la poesía y la narrativa corta
del país experimentó un crecimiento imprevisto, y asimiló de buena o de mala
manera, entre otras voces precedentes, las proclamas militantes de Otto René
Castillo (Vámonos patria a caminar),
el existencialismo hilarante de Roberto Monzón (Reflejos de la carta devuelta), la valentía feminista de Ana María
Rodas (Versos de la izquierda erótica),
las profecías sensualistas de Roberto Obregón (La flauta de Ágata), el afecto
nostálgico de Francisco Morales Santos (Ciudades
en el llanto), la sutil irritación de Otoniel Martínez (Homenaje rabioso), la indisciplina
contestataria de Marco Antonio Flores (La
voz acumulada) o el perturbador modelo épico de Rafael Gutiérrez (Me llamo Ezequiel Martínez).
Hoy, tras 2 décadas sin prodigios, el abultado interés
inicial por la experimentación dio lugar a una conciencia múltiple de la
belleza y el drama humano que habita en nuestras ciudades de pólvora y ternura.
Surgió, además, un contingente aguerrido de escritores que se dedican a
imprimir infinidad de pequeños y grandes libros, cuya suma adopta la forma de
una condena práctica -más o menos eficaz, según el caso- en contra del
ostracismo y la falsa marginalidad de otros tiempos. Más allá del llanto o de
la risa, y de uno que otro desliz hacia el abismo inútil de la solemnidad,
priva entre todos un ambiente de celebración y una saludable disposición al
encuentro con otras formas de la imaginación creadora: la poesía se abraza con
la danza o el performance, el cuento corto con el cine digital, la música en
acto con la narración en voz alta, la curaduría con el graffiti literario, el
trabajo editorial con el derecho a la oración…
En la cuarta de forros
de la literatura nacional, aparece un anuncio que invita a crear, pensar y
sustituir las poéticas del pasado (las de la opresión, la militancia o el
suicidio), por las poéticas de la libertad, la independencia y el porvenir. Y con trazos de
urgencia, a mostrarse incorruptible frente a toda forma de poder y toda
tentación publicitaria, a riesgo de muerte.
Sergio Valdés, 2012, para Editorial CATAFIXIA.